Comenzó una tarde cualquiera. Al
principio pareció como si desde el manto de nieve que cubría las calles, unos pequeños
copos quisieran despegarse de la superficie y alzarse poco a poco unos
centímetros, desafiando la ley de la gravedad. A cada instante los copos se
elevaban con mayor velocidad hacia el cielo, impulsados por una fuerza
invisible que sin embargo no afectaba a seres, árboles o edificios, hasta dejar
las calles totalmente impolutas, para asombro de elfos y renos. De pronto, los
copos de nieve detuvieron su ascenso y quedaron suspendidos por un instante
sobre las cabezas que los observaban desde la superficie, como una constelación
de brillantes estrellas en la noche; súbitamente, sin saber ni cómo ni porqué, los
fragmentos de nieve salieron disparados en todas direcciones. Los renos corrieron
despavoridos a los establos, y los elfos se precipitaron gritando hacia la cabaña
del anciano. En solo unos minutos la nieve comenzó a depositarse paulatinamente
sobre la superficie, ocupando su posición original. El anciano salió en ese momento de la cabaña,
precedido de los aterrados elfos, alzó su vista al cielo sin nubes y se agachó
para comprobar la textura de la nieve. Entonces volvió a repetirse la misma
secuencia de hechos: los copos comenzaron a elevarse lentamente y sin pausa del
suelo, ante lo cual los elfos irrumpieron presa del miedo de nuevo en la
cabaña. El anciano se atusó la barba cana, miró fijamente al firmamento, y
esbozó una amplia sonrisa: era la señal de que ya había llegado la época del
año.
Al calor del hogar y bajo el
abeto adornado, el niño giró hacia abajo la bola de cristal, la puso de nuevo
boca arriba y la volvió a agitar con fuerza.
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