lunes, 16 de marzo de 2009

Poesía, amor y torreznos

Allí estaba Jana. Esbelta como un poste de la luz, atrayente como un kilo de mantecaos en Navidá, sutil como un folio puesto de lao, aunque frágil como aquel jarrón de cristal que le rompimos a mi madre cuando éramos chicos jugando al fútbol y cuyas piezas, 25 años después, seguimos buscando mis hermanos y yo por el suelo.

La primera vez que la vi me causó una impresión inenarrable. Dicho de forma poética, me quedé que me cabía una sandía por el culo. Su pelo largo le caía por los hombros como el mocho de una fregona recién enjuagá; su piel, tersa como un melón recién cortao de la mata, resplandecía tenue bajo las bombillas de 40 watios del Lidl que alumbraban la clase; sus grandes ojos azules caían como dos chorreones de Bombay Saphire en mi vaso vacío.

Hallándome en un deplorable estado de hipnosis causado por tal presencia, convertido en un maniquí obnuvilado y atrofiada mi más elemental capacidad de entendimiento (si es que alguna vez he llegado a tenerla), ella dirigió su mirada hacia mí, esbozó una sonrisa y musitó unas palabras. Su voz era suave y aterciopelada como la de una sirena pidiendo una ración de calamares; su exótico acento denotaba su procedencia de la Europa oriental, aunque del contenido de su frase deduje que tenía que haber aprendido español en la Universidad de Alhendín:

-"¿eeeh, me dejah una hoja, poh-favóh?"

En ese momento le di la hoja, el bloc de notas, dos chirimoyos que llevaba pa merendar y hasta mi existencia entera.