martes, 9 de marzo de 2010

Amanecer desde el dique del oeste


Durante eras, centurias y enios, los seres humanos se han preguntado qué había más allá; más allá del mar, más allá del cielo, más allá del inifinito, incluso más allá de Teruel.
Los hombres primitivos alzaban sus miradas hacia el orbe azul y se preguntaban a sí mismos, elevando sus plegarias hacia el cosmos en busca de un ser divino que, desde las alturas, diera consuelo a todos los temores mundanos. La respuesta a todas las preguntas estaba allí, alojada en los cúmulonimbos de aspecto apocalíptico, desde donde el buen dios juzgaba la vida y la muerte de los miserables mortales que se arrastraban por este valle de lágrimas.
in hac lacrimarum valle
Sin embargo, Nietszche no se equivocaba. Dios ha muerto. Y ahora sabemos quién lo ha matado: Ryanair, o quizás Air Berlín y sus voluptuosas azafatas, o quizás fueron los malignos hermanos Wright.
Sea quien fuera de ellos, han permitido al hombre moderno alzarse hasta las nubes y sobrevolarlas; nuestro congénito deseo de encontrar al todopoderoso en sus dominios celestiales se ha frustrado al saber que por encima de aquel velo algodonoso y etéreo no hay olimpos de deidades, ni hay palacios de mármol con seres místicos que juegan con nuestra frágil existencia, ni hay tampoco triángulos con un ojo dentro que todo lo ven. Miles de años de fe ciega para que, al final, cualquier humilde desharrapado pueda contemplar por sí mismo que el reino de los cielos sólo lo moran los pájaros.
La capilla sixtina de Miguel Angel, desafortunadamente, no es más que la hermosa alegoria pictórica de un genio barbudo. Negarlo, mal que nos pese, es una insensatez.
La ciencia es el pecado original del hombre moderno. Vivimos en una época de profunda ruptura radical con el mundo antiguo, pero seguimos queriendo creer que hay respuestas pérdidas sobrevolando nuestras cabezas, como esas gaviotas que planean muy de mañana sobre el dique del oeste. Ellas siempre han sabido que ahí arriba nunca ha habido nada; y pienso, que su graznido no es sino el ruido que hacen al reírse de la profunda devoción de toda nuestra estirpe humana.
Al menos, creyentes o no, siempre nos quedará Teruel.
Que San Rod Stewart os bendiga.