Por petición popular (concretamente la realizada por el alcalde del municipio de Guardapolvos de la Marquesa en nombre de sus 37 habitantes), publico el relato al que un día los responsables de la Biblioteca de Palma cometieron el error de otorgar un segundo premio en un certamen de relatos cortos.
Espero que os guste.
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LA PROMESA
Durante aquellos días de Navidad decidí leer un libro que, siendo aún muy pequeño, me permitió aficionarme a la lectura e incluso me dio una profesión .
Recuerdo aquel día, cuando mi madre me dijo:
-Prepárate que vienes conmigo de excursión.
-¿A dónde?- pregunté emocionado- ¿Al circo? ¿Al zoo? ¿Al parque de atracciones?
-No. Al callista.
Ya en la consulta, mientras miraba los pies de mi madre, mi rostro reflejaba algo que ni de lejos se definiría como decepción. Para abstraerme del cotilleo que mi madre se traía con el podólogo, escarbé entre el montón de publicaciones clásicas de todo revistero, obras cumbre de la literatura como el Hola, el Semana y la omnipresente hoja semanal de sucesos escabrosos.
De pronto, bajo aquel alud de sensacionalismo y actualidad casposa, hallé un pequeño libro con las tapas de plástico gastadas titulado “El aprendiz de mago”. Comencé a leerlo con algo de desgana, pero me cautivó desde la segunda hoja. Narraba la historia de una chico estrafalario que un buen día conoció a un anciano en un parque, el cual empezó a explicarle los secretos de la magia y de cómo preparar potingues con hierbas que, empleando los hechizos adecuados, ayudarían a sus amigos a conseguir sus deseos.
El podólogo culminó su trabajo cuando aún iba por la mitad del libro
Sorprendido por tan inesperado hallazgo, ciertamente imprevisible en tal emplazamiento, le pregunté si podría llevarme el libro conmigo, prometiendo solemnemente que se lo devolvería cuando lo acabase.
El callista, centrado en recoger su instrumental, asintió con la cabeza sin levantar la vista. Ya en el zaguán, el hombre se me acercó sonriendo y me dijo:
-No te olvides de traerme el libro cuando acabes, ¿vale?. Si no lo haces, tendrás que venir a ayudarme como aprendiz a limar durezas y cortar uñas encarnadas.
Con toda la formalidad que podía tener a mis escasos 9 años, le prometí de nuevo que lo haría, asumiendo las consecuencias en caso contrario.
Cuando llegué a casa, reemprendí la lectura, quedándome fascinado por las aventuras del joven mago y su anciano maestro; llegué a apreciar tanto aquel libro, que yo mismo me negaba a devolvérselo al podólogo, pues me parecía injusto que algo tan bueno quedara de nuevo sepultado bajo las noticias de bodas de famosos y flirteos de celebridades descocadas. Por eso decidí que nunca le devolvería el libro a su propietario
Claro, que ello suponía que habría de cumplir con la palabra dada.
Así, al poco entré como aprendiz del callista, y conseguí que, al igual que al joven mago, se me revelaran ciertos secretos, mas en este caso sobre pies, uñas y juanetes. Al fin y al cabo, es una profesión bonita, y con los ungüentos que preparo ayudo a mis clientes a que vuelvan a caminar con comodidad.
Guardo en mi consulta el libro, bajo un montón de revistas del corazón, con la esperanza de que algún día un niño distraído venga y lo encuentre.
Recuerdo aquel día, cuando mi madre me dijo:
-Prepárate que vienes conmigo de excursión.
-¿A dónde?- pregunté emocionado- ¿Al circo? ¿Al zoo? ¿Al parque de atracciones?
-No. Al callista.
Ya en la consulta, mientras miraba los pies de mi madre, mi rostro reflejaba algo que ni de lejos se definiría como decepción. Para abstraerme del cotilleo que mi madre se traía con el podólogo, escarbé entre el montón de publicaciones clásicas de todo revistero, obras cumbre de la literatura como el Hola, el Semana y la omnipresente hoja semanal de sucesos escabrosos.
De pronto, bajo aquel alud de sensacionalismo y actualidad casposa, hallé un pequeño libro con las tapas de plástico gastadas titulado “El aprendiz de mago”. Comencé a leerlo con algo de desgana, pero me cautivó desde la segunda hoja. Narraba la historia de una chico estrafalario que un buen día conoció a un anciano en un parque, el cual empezó a explicarle los secretos de la magia y de cómo preparar potingues con hierbas que, empleando los hechizos adecuados, ayudarían a sus amigos a conseguir sus deseos.
El podólogo culminó su trabajo cuando aún iba por la mitad del libro
Sorprendido por tan inesperado hallazgo, ciertamente imprevisible en tal emplazamiento, le pregunté si podría llevarme el libro conmigo, prometiendo solemnemente que se lo devolvería cuando lo acabase.
El callista, centrado en recoger su instrumental, asintió con la cabeza sin levantar la vista. Ya en el zaguán, el hombre se me acercó sonriendo y me dijo:
-No te olvides de traerme el libro cuando acabes, ¿vale?. Si no lo haces, tendrás que venir a ayudarme como aprendiz a limar durezas y cortar uñas encarnadas.
Con toda la formalidad que podía tener a mis escasos 9 años, le prometí de nuevo que lo haría, asumiendo las consecuencias en caso contrario.
Cuando llegué a casa, reemprendí la lectura, quedándome fascinado por las aventuras del joven mago y su anciano maestro; llegué a apreciar tanto aquel libro, que yo mismo me negaba a devolvérselo al podólogo, pues me parecía injusto que algo tan bueno quedara de nuevo sepultado bajo las noticias de bodas de famosos y flirteos de celebridades descocadas. Por eso decidí que nunca le devolvería el libro a su propietario
Claro, que ello suponía que habría de cumplir con la palabra dada.
Así, al poco entré como aprendiz del callista, y conseguí que, al igual que al joven mago, se me revelaran ciertos secretos, mas en este caso sobre pies, uñas y juanetes. Al fin y al cabo, es una profesión bonita, y con los ungüentos que preparo ayudo a mis clientes a que vuelvan a caminar con comodidad.
Guardo en mi consulta el libro, bajo un montón de revistas del corazón, con la esperanza de que algún día un niño distraído venga y lo encuentre.
No me vendría mal un ayudante...